Bienvenido !

Un relato por dia. Envia el tuyo a castillo@diariohoy.net
Extensión sugerida 5000 caracteres.


Las opiniones vertidas y/o contenidos de los cuentos son exclusiva responsabilidad de los autores. Siempre Noticias S.A no se hace responsable de los daños que pudieran ocasionar los mismos

domingo, 30 de marzo de 2008

El Hedor



Por Sutter Kaihn (*)




Hola nena, ¿de dónde venís?

- preguntó la muchacha policía detrás del mostrador de la comisaría “La unión”. La niña se había perdido y eso se caía de maduro. Fue mucha suerte el haber encontrado aquel lugar, lo que no se sabía aún, era de dónde provenía. La pequeña llevaba consigo una muñeca sin un brazo y sin su pequeño vestido. Ella tenía la mirada triste y carente de brillo. -¿Dónde se encuentran tus papás?

- volvió a cuestionar la muchacha, pero la niña seguía sin responder. Parecía haber salido de la
nada. De un tiempo perdido y lejano, en el que uno podría perderse y vagar eternamente. La pequeña, simplemente, atinó a dar un par de pasos, y consiguió la ternura de la oficial dándole un abrazo terminando en un sollozo casi inaudible.

-Ah, bueno, bueno... Pobrecita- se sorprendió la chica.

-¿Estás perdida?- pero seguía sin contestar. Entonces Leonor la llevó a la oficina para darle atención.

-Jacinto, ¿no me cubrís que estoy ocupada?- le dijo a su compañero.

-¿Y esa nena?- cuestionó él, sorprendido.

-No sé, apareció acá dentro. Ni idea de cómo llegó.

La llevó hacia el escritorio y la dejó sentada frente a ella. La niña seguía con la mirada perdida. Le llamaba la atención el lugar donde se hallaba. Era nuevo, no era su casa.

-¿Cómo te llamás?- Volvió a interrogar, pero siguió siendo en vano. La niña levantó la vista... De pronto había captado su atención.

-¿Cuántos años tenés, mi vida?-. La pequeña levantó su manita y le mostró cuatro dedos.

-¡Ah, muy bien!- se sorprendió Leonor.

-Ahora vení que te limpio- sugirió, y sacó un pañuelo para limpiarle la carita. Había estado llorando, también tenía un poco de tierra. Su vestido estaba igual de sucio, el abandono era evidente. -Y decime...

¿por qué te fuiste de tu casa?- volvió a cuestionar, pero la niña atinó a alcanzar los papeles del escritorio.

-Ah, querés dibujar. Bueno, un poco te dejo. Te voy a traer agua. ¿Querés agüita mi amor?- preguntó tiernamente y la pequeña movió la cabeza. Antes de ir por el agua, ella le acercó unos papeles y una lapicera, para que la perturbada niña pudiera distraerse un poco de la
triste situación que la abrumaba. Caminó hacia la cocina, tomó un vaso y lo
acercó a la canilla. Antes de volver, el teléfono interrumpió sus pensamientos.

Su compañero estaba allí.

-Comisaría La Unión, buenas tardes... Sí, qué tal. Aja, sí. Pero... No, no. Cla... No señora, lo que pasa que... No, no. Pero... -Leonor sospechó un momento y fue hacia el aparato. -Dejame a mí- dijo decidida y atendió.

-Hola. Sí señora, estamos en eso. Varias personas denunciaron lo mismo. Sí, claro. ¿Ah si? Ok. enseguida le mandamos un móvil, no se preocupe. Déjeme sus datos... Listo, muchas gracias- dijo la muchacha, y colgó el aparato.

-¿Qué pasó?- preguntó su compañero.

-Esta es la séptima persona que denuncia lo mismo. Hace como una semana que reciben llamados anónimos. Parece que alguien anda esperando que se ausenten para robar. Es la típica... Además, hay un olor fuerte por toda la cuadra, ya varios se quejaron también por eso- espondió Leonor, y recordando a la niña, se dirigió con el vaso hacia la oficina. La pequeña aún estaba dibujando sobre el escritorio y cuando ésta se acercó, sus ojos quedaron fijos en ella.

Su garganta parecía estar pasando clavos y el vaso se estrelló contra el piso.

-Jacinto, vení conmigo ahora- balbuceó la oficial. Su compañero la miró con más atención. -¿Qué pasó?-. Ella se acercó hasta la puerta y dejó a otro policía a cargo de la niña. Su rostro se había
colmado de tristeza.

-Ya te digo, arrancá la patrulla-. En el transcurso del viaje él notó que Leonor no estaba bien, una pequeña lágrima rodó por su mejilla.

-Leo, ¿te pasa algo?- preguntó él.

-Nada, seguí manejando. -Ordenó ella, y él manejó por largos minutos hasta que llegaron al lugar.

-Es acá. La señora que llamó me dio la dirección de donde viene el olor...- musitó entre dientes y tragó saliva. Respiró profundamente y contuvo el llanto.

-¿Olor?- preguntó su compañero.

La casa se veía solemne. Un silencio sepulcral y terrorífico invadía la fachada con las luces apagadas... La puerta parecía entreabierta.

-Que de ahí... viene el olor Jacintoquebró Leonor y bajando la ventanilla del patrullero, una ráfaga de pestilencia los golpeó. Un espantoso hedor de muerte atormentó sus almas. Ella levantó el papel ante su rostro, mostrándole el dibujo de la pequeña. Una mujer yacía sobre una cama salvajemente mutilada, producto de incontables puñaladas propinadas por el marido, que también estaba muerto. Estaba colgando de una soga, bien sujeta al ventilador de techo.

-De ahí viene el olor... de ahí venía la chiquita- sollozó la mujer con el corazón partido. Las llamadas anónimas habían sido realizadas por la pequeña. Fueron llamadas al azar, ya que con sus cuatro años... no sabía a quién recurrir.

(*) Seudónimo

lunes, 24 de marzo de 2008

Cobarde


Por Marcos Zocaro (*)



El chalet de Ernesto Linares era, sencillamente, imponente. Hasta en el mínimo detalle se notaba la guita que facturaba aquel abogado de aspecto pulcro y fama de tránfuga. Yo estaba seguro, segurísimo, de que, además de tener sus abultadas cuentas desparramadas entre diferentes bancos, Linares guardaba bastante plata en la casa (sin contar las joyas que debía tener su mujer); así que, aunque yo ya no contaba con la compañía del ¿chango? Cordera (en la cárcel de por vida), me decidí a actuar.

Una lluviosa noche de fines de noviembre, justo al terminar de entrar su auto al garaje, Linares se cagó hasta las patas al verme a mí, de pie frente a él y apuntándole con una pistola. Su cara de
pánico era para sacarle una foto. Amenazante, le dije que no hiciera nada estúpido y entrara a la casa. Yo ya sabía que adentro estaba la esposa, por lo que todo sería más fácil: la mujer entraría en pánico y Linares, temeroso de que ella sufriera algún daño, entregaría el dinero
sin problemas. Pero lamentablemente me estaba equivocando.

Ingresamos por la puerta principal. La señora Linares (una rubia elegante de más de cincuenta años) se hallaba leyendo una revista en uno de los enormes sillones del living: apenas levantó la
cabeza, saltó del sillón como si éste tuviera resortes, y acto seguido permaneció rígida en el lugar. Ni siquiera atinó a abrir la boca ni a pestañar.

-No se mueva y todo saldrá bien- le advertí, por las dudas.

Luego, en un intento por parecer más rudo, tomé al abogado por el cuello y lo tiré hacia adelante. El y la mujer quedaron hombro con hombro; parecían dos estúpidos muñequitos de torta.

-¿Dónde está la plata? Decime porque te quemo-. Apunté a Linares. Y de inmediato, el sujeto comenzó a llorar y a repetir una y otra vez:

-Por favor, no nos haga daño. Por favor. Fue en ese momento, cuando el rostro de la mujer se transformó y sus ojos dejaron de mirar fijo la pistola y se posaron sobre su marido.

-¿Llorás?- le preguntó incrédula- Esto es el colmo. Sos un puto cobarde. Tenés agallas para golpear a una mujer, pero te asustás como una nena cuando debés comportarte como un hombre. Cobarde. Mientras tanto, Linares continuaba con su llanto, ahora un poco apagado, y
con sus súplicas hacia mí. Y yo empezaba a divertirme.

-¿Sabe una cosa?- De golpe la mujer me miró y avanzó unos pasos-. Este desgraciado me golpea, me mata a palos-.

Se arremangó el pulóver y me enseñó los moretones de sus brazos. Después hizo lo mismo con su torso. Aquel tipo sí que era una basura. -Hasta amenazó con matarme si lo denunciaba. Eso sí,
nunca me pega en la cara: es hijo de puta pero no imbécil, no me va a dejar marcas visibles.

La mujer estaba completamente sacada, se había olvidado del asalto y sólo se dedicaba a deschabar a su esposo golpeador, como si yo no fuera un ladrón sino un juez o un policía. Sin embargo, eso era sólo una cortina de humo: sin darme tiempo a reaccionar, y entre insulto
e insulto al marica de su marido, se me acercó lo suficiente como para arrebatarme el arma de las manos.

-Ahora usted no se mueva- me dijo, seria y poniéndome en su mira. Luego me tranquilizó-: No lo voy a matar... a usted.


Al terminar de decir eso, se dio vuelta y adornó el pecho de Linares con tres tiros.

-Gracias- me dijo con una sonrisa en su rostro, como si yo la hubiera ayudado a liberarse de una carga muy pesada.

-¿Y ahora qué hace?- le pregunté, atónito, al verla dirigirse hacia la pared más lejana y tocar un botón en el tablero de la alarma.

-Acabo de apretar el “botón de pánico”. La policía vendrá en menos de cinco minutos.

Creyendo que me alertaba para que escapase, giré hacia la puerta y comencé a huir. Pero, otra vez, me estaba equivocando.

-No le dije que se mueva-. Nuevamente tuve la boca del arma dirigida hacia mi cabeza.

La miré desconcertado y ella me adivinó el pensamiento:

-Vamos a esperar en silencio a que llegue la policía- dijo.

Y eso hicimos. Esperamos de pie en medio del living, con el fiambre de Linares sumergido en una laguna de líquido rojo a escasos metros. Hasta que se oyeron los ruidos de varios autos deteniéndose en la puerta. Y de repente, todavía aferrando la pistola, la mujer comenzó a
gritar con fuerza:

-No me mate, por favor, no me mate.

Y cuando varios uniformados ya habían saltado la reja de entrada, la asesina de Linares apoyó el arma contra su hombro izquierdo y se disparó. En ese momento no supe por qué la desquiciada mujer había hecho eso, y las armas reglamentarias que pronto me apuntaron tampoco me dieron tiempo de pensarlo; pero hoy, confinado entre estas cuatro paredes, y condenado por homicidio simple e intento de asesinato, entre otros cargos, lo entiendo muy bien.

jueves, 20 de marzo de 2008

Uno más... otro enfrentamiento


Por Marcelo Gerez (*)


Una luna blanca, pálida como la muerte, iluminaba esta fría y tranquila noche. Dos conversaciones paralelas pero en distinto ámbito desencadenarían un trágico fin. Un bombón de regalo sería la excusa perfecta para robarle un beso; Milsíade creía que sería así, y dio resultado.

Era su primera cita y sus padres le dieron dinero para dicho propósito. El nombre de la afortunada era Eva, celeste los ojos; de nieve la piel. Un rubor granate invadió su rostro al rozar los labios de aquel chico atrevido.

Había sido un beso, su primer beso. Juntos de la mano y con los guardapolvos blancos recorrieron toda la tarde hasta llegar a la plaza. Eva estaba preocupada por explicarle a sus padres los motivos de la tardanza, pero valdría los regaños, su primer beso lo valdría. A
pocas cuadras de aquella plaza, un automóvil de color gris transita la ciudad en busca de algo que ellos sólos sabían. Tenían una platica, algo muy común para ellos. El llevar contabilizados los enfrentamientos y cada uno de los abatidos eran una estadística ejemplar que los hacía sentir hombres valientes. En ese momento una llamada de radio interrumpe tan apacionante relato y los dos hombres de bien acuden al auxilio.

Mientras los dos tortolitos se despiden, una palabra se transforma en promesa... ¡Chau Eva, mañana te espero, no me falles! Milsíade camina de regreso a casa, mira el reloj, ve la hora y camina tranquilo. Encuentra locales y vidrieras que gustoso observa por la claridad que proporciona la luz de la luna. En ese momento se acomoda la mochila, la abre y saca una visera junto con el revólver que estaba en el fondo.

El automóvil gris, en su marcha, emprende con todo, no errándole a bache ni lomas de burro. Era un enfrentamiento, uno más. Milsíade, ya dentro del local, emprende contra la cajera diciéndole
que le de todo el dinero y que se quede quieta, que no le iba a pasar nada.

Pareciera que aquello era una rutina para Milsíade, por la tranquilidad con la que ejercía cada movimiento. Recaudó todo el dinero y una cadenita con un corazón que se lo iba a obsequiar a Eva.

Fugazmente se alejó del lugar perpetrado y en su espalda la luna como único testigo. Acá lo tenemos, lo tenemos; se escucha por radio. Necesitamos refuerzos, fue lo último que se escuchó aquella noche.

Atrincherado en un Corsa modelo 2001, los disparos rechinan en la chapa y ninguna voz da la orden de alto. Ningún instante sería tan eterno como ése, ni tan arrebatador. Dos plomos cobrizos silban sigilosos y una mano temblorosa repele el fuego. De pronto, el auto gris funde los frenos y descienden como rapaces buitres para tomar sus presas.

¿Cuántos son? dice uno. Es un caco, contesta el otro. En ese instante Milsíade, estaba rogándole a Dios para que viniera su madre y no se enterara el padre. Recordaba el consejo de su padre: cuando lo detuviera la policía, tenía que decirles quién era su progenitor. Pero no le darían esa oportunidad. De repente, Milsíade se lamenta por ser el él quien rompa la promesa y no vaya a la cita con su doncella.

Aprieta con fuerza la cadenita que le iba a regalar a Eva y cegado busca una salida... Había una, pero no sería triunfante. Un buitre que servía de señuelo lo distraería de un lado y el final se lo daría el otro hombre de bien. Un silencio gélido inunda el clima, los ruegos del niño están por llegar a destino... De repente se oyen tres disparos, uno del oficial, otro de Milsíade, y el último es el que abate al ladrón.

La sangre que mancha la noche y que acompaña al frío, deja que corra por la vereda hasta apagar el último aliento. Un rostro pálido y familiar; aquel que le dio la vida, esa noche se la quitó...

- Buen día... (Milsíade)

- Buen día hijo... (el padre)

- Buen día amor... (la madre)

- Pa, Ma, tengo novia, se llama Eva y hoy tengo una cita.
(*) Privado de la libertad, en la Unidad 36 de Magdalena Actualmente estudia Periodismo y
Comunicación Social en ese penal