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lunes, 21 de enero de 2008

Sonidos


Por Denisse A. Morzilli

Cory’s Song I wish the night would end, I wish the day’d begin, I wish it would rain or snow, Or the wind would blow, Or the grass would grow, I wish I had yesterday, I wish there were games to play. By Cory Dollanganger age 8, 1960 (Flowers in the attic V.C. Andrews)

La noche parecía demasiado silenciosa, lo que me hacía sentir solo, casi abandonado, ni una hoja se movía en el bosque, lo que creaba en mí una sensación de inquietud, lentamente caminaba por la habitación sin animarme a salir, mucho silencio... demasiada quietud...

El silencio no me gustaba y menos en este momento de mi vida, me hacía pensar en cosas que no quería recordar. Para ser sinceros, no quería pensar en ella, mi único pensamiento, que acudía a mi memoria una y otra vez. La amaba..., era única y sin embargo... sin embargo... un suspiro que parecía provenir de mi triste alma escapó de mis labios trémulos. El amor había llegado como un fantasma, un extraño que no golpea a la puerta y nos sorprende cuando menos lo esperamos, “el amor es como los niños recién nacidos, hasta que no lloran no saben
si viven”, recordaba esa frase, hacía poco la había leído en algún lado y no pude dejar de pensar en lo cierta que era.

No conocí el amor hasta que la encontré a ella; claro que amaba a Julie pero había algo, un lazo invisible, una fuerza superior que me unía a ella, que me hacía sentir solo, triste, desconsolado. ¿Eso era amor? Eso era sufrimiento, últimamente sólo pensaba en eso y en su brazo alrededor de mi cintura, en las estrellas, aquella noche... y... “¡Vaya, qué tonto soy!” Me convencí. Salí afuera dando un portazo, el bosque, el aroma de los árboles, el viento estático que no quería soplar y las hojas quietas, el calor... adormecían mis sentidos, y pensé: “Hoy se lo diré”. Claro que ése era un pensamiento imposible, estábamos destinados a odiarnos, no a amarnos,
era el destino... pero a veces uno se empeña en cambiar el destino. Cómo me gustaría hablar de eso con Julie, ella
tenía una solución para todo, pero si había alguien a quien no podía comentarle esto era a Julie justamente, pobrecita. Si sólo lloviera, si el viento soplara, si sólo fuera un juego en el que se pierde o se gana, pero era la vida real, y no se perdía ni se ganaba, no pasaba nada... sólo pensamientos, inútiles, estériles, que no llevaban
a ninguna parte...

Su brazo... el brazo en su cintura...

La mano suave...

Su rostro ovalado, perfecto...
....

¿Por qué el amor no despertaba en mi más que dolor?

¿Acaso la gente enamorada se sentía feliz, dichosa? No, de ninguna manera

Sus ojos...

1, 2, 3, 4... las veces que rozó mi mano aquel día,

7... las veces que su rostro se acercó al mío, que su aliento casi tocó mi cuello

1, 2, 3, 4, 5 las veces que la abracé, que busqué una excusa para tocarla, para abrazarla...

6 las excusas que busqué para llamarla por teléfono, para verla al menos 5 minutos

2 veces las que la esperé a la salida de su casa y ahora estaba lejos...

Y yo en el bosque, solo, sin viento, sin lluvia, sin soles y solo en la noche...

9, 10 veces las que soñé con ella...

Y ni una vez pude llorar... a pesar del dolor de no tenerla junto a mí De no poder hablarle, ni una vez pude
llorar...

Lentamente me alejé de la cabaña y caminé por el bosque, esperando, esperando...

Si ahora empieza a llover significa que ella me quiere

Si mañana sale el sol ella me va a llamar

Si camino tres pasos a la izquierda y uno hacia atrás significa que me vendrá a ver

Tontos juegos de niño, si me quedo en casa, no me llama

Si camino por el bosque solo, no me quiere

Mi cabeza era un torbellino de ideas maravillosas, de tonterías, de cosas bellas, de cosas horribles...

La deseaba... la deseaba... tanto...

Sólo la deseaba a mi lado...

1, 2, 3, 4 ,5, 6... 20 puñaladas eran las que Julie tenía en su corazón, porque la había llamado bruja, había dicho que yo no la amaba, que “ella” me había embrujado, que sólo jugaba conmigo. LA HABIA LLAMADO BRUJA y otras cosas tanto peores, a ella... a mi amor más grande. Una gota cayó en mi cabello, otra y otra, había empezado llover, empecé a contar las gotas...

1, 2 ,3 ,4... empezaron los sonidos...

Angelito de Dios


Por Daniel Almirón

Difícil quitar la vista de los oscuros y profundos ojos del pequeño, se podría decir que subrayaban casi como una muda súplica el pedido que le había hecho. Sonriendo se quedo estático, pensó en sus propios hijos, en esa edad donde la rebeldía comienza a expresarse, niños que se duermen a diario con el estómago lleno, cuya única obligación es estudiar, si para los sacrificios está él, para eso está todo el día en ese kiosco, entre golosinas, útiles escolares y tarjetas prepagas de teléfono, un pequeño universo que lo sustenta, junto a su familia, desde hace doce años.

Los labios del pequeño vuelven a moverse. El sigue abstraído en esos ojos profundos, despacio amplía el foco, la ropa un tanto desaliñada, definitivamente muy usada y sucia, qué triste destino para esa niñez que sólo puede vagar por la calle, que es presa de pegamentos y drogas más sofisticadas, una niñez sin cuentos de hadas, sin juguetes, sin desayunos atiborrados de pan con manteca y café con leche, sin timbres de recreo ni maestras solícitas, sin días del niño; una niñez de escalones de mármol en edificios públicos donde dormir, de deambular por restaurantes y otros locales mendigando una moneda...

La boca del chico se mueve otra vez, pero el sonido pegadizo de un tango de Julio Sosa le llena los oídos y la cabeza, siempre quiso bailar tango, quizás si lo hubiera hecho en la juventud podría haber juntado buen dinero, bailando en el extranjero, en lugar de regentear un kiosco de barrio, donde debía lucir una perenne sonrisa a pesar de las viejas cargosas llenas de tiempo libre y ocioso que sólo se entretenían discutiendo todos los precios de las pequeñeces que llevaban. A
veces se sentía miserable. El era un hijo obediente, en qué habrá fallado para que los suyos se comportaran así. Sabía que su mujer hacía lo posible para ponerlos a raya, claro, eso al volver del trabajo, el trabajo, al trabajar los dos la mayor parte del día es lógico que sus hijos actuaran con semejante rebeldía; pobre Nora, sabía que se sentía impotente y a veces lloraba en silencio, qué linda que era cuando se conocieron... sonríe al recordar ese primer beso robado en un banco de plaza, algo de esa jovencita se encuentra aún en lo profundo de sus tristes ojos celestes...

¿Qué? el chico dice algo más, el extraño tono lo saca de su ensimismamiento, un tanto sorprendido de que un pequeño de ocho o nueve años se exprese de manera tan exigente, lo mira, se ve tan extraño, por un lado tan desamparado y por el otro tan decidido, le sonríe...

Los vecinos lo encuentran aún con la sonrisa dibujada en los labios, pero enmarcada en un rictus de sorpresa, el pequeño círculo negro, casi como un tercer ojo, se ve como una nota discordante en la frente del comerciante, los ojos bien abiertos a la nada, vidriosos, cajas de golosinas por el suelo, las tarjetas de teléfono ausentes y la pequeña caja registradora abierta y vacía, el charco de sangre se mezcla con las blancas hojas de los repuestos escolares y los caramelos.

Un día más en un barrio más...

Quebrada


Por María Vidart


Desde chica se resbalaba de la cama, se enredaba con el cable del velador y despertaba con el reloj entre las piernas.

Se caía de todas las sillas. En la escuela nadie jugaba con ella porque aplastaba a los demás chicos en los recreos.

La ponían en penitencia en un rincón del patio, y ni bien sonaba el timbre, caminaba con cuidado, pero tropezaba y volvía a caer.

-Es torpe- decía la mamá.

-Es algo boba- decían los hermanos.

-Pobrecita- decía el papá y miraba hacia otro lado.

-Para mí que lo hace a propósito, es mala- decía la vecina.

Andaba a los tumbos. Caía, se golpeaba. Herida, maltrecha, a los porrazos. Se derrumbaba sobre los otros, los lastimaba, hacia doler. Por eso la evitaban, se cuidaban de ella.

-Mejor tenerla lejos- decían.

Vivió quebrada hasta los cuarenta y siete años. Clavícula fisurada, costillas astilladas, yeso, vendas, muletas, cabestrillos, sillas de ruedas, amputaciones, bastones y trípodes. Machucada, desdentada, arruinada.

Nunca supo el por qué de tanto golpe. Estaba rota. El día de su cumpleaños numero cuarenta y ocho amaneció herida, magullada, las uñas quebradas, las caderas moradas, el tabique nasal demasiado cerca de la oreja izquierda. El codo derecho apuntaba hacia el norte y
las rótulas al sudeste.

Suavemente, como siempre lo había hecho, su sombra la tomó de los hombros, la llevó hasta la terraza... y entonces le dio el último empujón.