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viernes, 25 de enero de 2008

Feliz año


Por Silvina Sartelli



El trabajo de Shara nunca ha sido fácil, aunque siempre bien remunerado. El último cometido que se le asignó revistió todos los caracteres de los anteriores: complejo, arriesgado, intrigante.


Lo único que difería de los otros era el ámbito donde habría de desempeñarse. Nunca había estado en ese punto de Oriente. A pesar de estar acostumbrada a viajar casi a diario quedó impactada al arribar a Shangai. Su gente, el ruido, las luces, los múltiples rascacielos que parecían
perderse en el infinito.


Era un día fresco y nublado, típico del lugar, según le habían comentado. Prontamente tomó un taxi indicándole al chofer, en un perfecto chino que le llevó años de estudio, la dirección hacia la
cual se dirigía. Arribó al hotel 15 minutos más tarde y al entrar en la habitación halló sobre la cómoda un sobre rojo que, de acuerdo al Hóng baoi, sería muy utilizado en los festejos venideros. “Las instrucciones”, pensó. Sin equivocarse, leyó cuidadosamente cada una de las líneas que habrían de indicarle los próximos pasos a seguir durante su estadía en aquel lejano país.



Lee, el jefe de la banda dedicada al tráfico ilegal de piedras preciosas, con gran ramificación en el resto del continente asiático, era un hombre de aproximadamente 48 años, alto, robusto, y un tanto atractivo. En el transcurso del prolongado período que trabajó con el grupo, Shara tuvo asiduo contacto con él. Sus encuentros se concretaron siempre fuera de oriente, y lograron engendrar en ella la amarga sensación de que era una persona de temer. Y algo de razón tenía.


El día clave coincidía con la celebración propia del Año Nuevo Chino. La ciudad se vestiría de fiesta, y los cientos de miles de residentes del lugar se aprontarían a cumplir con cada uno de
los típicos rituales para dar la bienvenida al nuevo ciclo. Regido por el calendario lunar, el evento acontecería el 7 de febrero. Cita obligada en esta fecha tan esperada, la danza del dragón o wu
lóng, comúnmente utilizado por los chinos en toda ocasión en la que sea importante ahuyentar los malos espíritus, habría de adueñarse de las transitadas calles de Shangai.


Shara debía estar a las 13:00 horas en el centro de la ciudad, justo donde tendrían lugar los festejos primordiales. Una multitud se congregó para formar parte de la celebración, lo que dificultaba precisar con exactitud la ubicación de cada uno de los integrantes del resto de la banda, que, de acuerdo a lo pactado, se situarían a su alrededor. Ella, por su parte, atenta a todos los movimientos de quienes la rodeaban, rápidamente divisó entre la muchedumbre a Ji, el asiático con quien debía estar en permanente contacto durante la operación.


Según se le había indicado, los diamantes le serían entregados en una diminuta bolsa de terciopelo negro, exactamente en el mismo instante en que el gran dragón, principal atracción del día, transitaría la avenida principal. Se preveía éste como el momento de mayor entusiasmo
entre los presentes, y por ende, el más propicio para cumplir con la parte del plan que tenían trazado. Anunciando la llegada triunfal del animal, símbolo de la cultura oriental. Alrededor
de quince porteadores llevaban en alza al dragón, ocultando sus rostros bajo el cuerpo de la mitológica criatura. Corrían y movían sus cuerpos en forma serpenteante al ritmo de la música, invocando los movimientos de la bestia, mientras la muchedumbre agitaba alegremente los
brazos, en signo de contento generalizado. Shara, en cierto modo, y por primera vez en su vida, temía por el éxito de la causa. Sabía que en gran parte, aquello que se estuvo pergeñando por largo tiempo y en sus más mínimos pormenores, dependía de ella. Nadie dudaba de su capacidad, de hecho había resultado elegida para tan arriesgada operación por sus innatas y probadas habilidades.


El crucial momento se acercaba, la adrenalina crecía. Lo que aún desconocía Shara era de qué forma se llevaría a cabo le entrega. Era frecuente que la información entre los mismos miembros
de la banda resultara escasa. Siempre funcionaba así en las mafias. Y ella estaba acostumbrada a eso. “Códigos”, se dijo en voz baja, como si eso la tranquilizara un poco. El dragón estaba a pocos
metros, algo inminente debía suceder.


De pronto Ji hizo un moderado gesto con su mano derecho. Shara, de acuerdo a lo planeado, se abrió paso entre la gente que la rodeaba, hasta que finalmente, no sin esfuerzo, se detuvo sobre el cordón de la vereda. La cabeza del dragón brillaba por doquier, se movía de un lado a otro
grotescamente, sin intermisión. La música, de a ratos, resultaba ensordecedora.


Sus años de experiencia le advertían que algo extraño sucedía. Nadie se le acercaba. La espera se tornaba angustiante, la tan ansiada bolsa no aparecía. Dudó entre abortar el plan o esperar
unos segundos más. Los fuegos artificiales teñían el cielo de innumerables colores, al tiempo que un espeso humo se apoderó del ambiente, agitado aún por las risas de los que disfrutaban de la celebración. La cabeza del dragón se dirigía sinuosamente hacia Shara. Algo aturdida,
no reparó en el estrepitoso movimiento que, esta vez, la malvada criatura dibujó sobre el asfalto caliente, situándose frente a ella. Tenía la mirada clavada en el gentío, en un vano intento
por distinguir, entre las miles de caras con ojos rasgados, a alguien que le resultara familiar.



En cuestión de segundos, el danzante que conducía la cabeza de ese temible monstruo, se quitó su fantasmal máscara, dejando al descubierto su siniestra mirada. Haciendo uso de una indiscutida destreza, se lanzó sobre Shara, hundiendo en su delgado y blanco cuerpo una filosa navaja, al tiempo que exclamaba, con voz irónica y por demás enfurecida: Xinnián
ku…ilŠ (Feliz año nuevo).


Tras un agónico grito, y el inevitable estupor que se acaparó de los allí presentes, decenas de occidentales surgieron desde distintos rincones, con el único propósito de socorrer a quien más tarde se conociera como una de las destacadas espías de la policía británica.


El sonido del gong, incesante, marcaba los últimos minutos de Shara en Shangai. Su infructuosa misión había terminado.

20 segundos


Por Alejo Santander


La ventanilla se cerró frente a mis narices, y apenas terminó de hacerlo, sonaron los seguros en las cuatro puertas. Quedé mirando mi reflejo, tenía la cara sucia y el pelo revuelto; la imagen
desapareció cuando el semáforo dio verde y sólo la vi pasar. Volví al cordón y el Tano estaba ahí. Ahora que lo veo todo más claro fue ese mediodía, sentados en el cordón, donde empezó todo.

El Tano tenía 15 años, era del barrio y paraba en el semáforo desde antes que yo. La mayor parte de su vida la había pasado en la calle, era por eso que conocía a todos y que todos lo conocían. Yo era dos años más chico y me gustaba andar con él, de más pibe mi vieja no me dejaba salir mucho, así que prácticamente no había tenido relaciones, y el Tano fue como un nexo, una forma de recuperar el tiempo perdido. Lo había conocido de casualidad, una tarde en la puerta de casa, él pasó y se me quedó hablando, tenía la costumbre de pararse charlar con todo el mundo. El me llevó al semáforo, y ahí conocí a Mario y Andrés.

Ese mediodía en el cordón, el Tano nos juntó a los tres y nos contó el plan. Era en un almacén no muy lejos del barrio, yo había pasado por ahí un par de veces y lo ubicaba. Los tres le dijimos que sí enseguida, nadie quiso ser menos.
La tarde del afano nos juntamos en la esquina y fue el Tano el que dividió los roles: Mario y Andrés de campanas, uno en la esquina y el otro en la puerta del almacén, y yo con él, adentro. Me gustó que el Tano me eligiese a mí para acompañarlo, eso me decía que le inspiraba cierta onfianza. Entramos y el tipo del almacén ordenaba unos cajones, cuando levantó la vista y nos vio, me di cuenta, por la cara que puso, que algo sospechó. Pero antes de que pudiera hacer nada, el Tano sacó de entre las ropas el “caño” y lo apuntó a la cabeza, -¡dame todo gordo!- le gritó y el tipo tiró 500 pesos sobre el mostrador; yo los junté rápido y salimos corriendo. Los 4 nos perdimos en el barrio, ya estaba planeado, nos veríamos recién al otro día en el semáforo para repartir la guita. De los 500 de ese primer robo fueron 100 por el arma y 100 para cada uno de nosotros. Ahí me di cuenta de que en 10 minutos podía hacer más que en varias semanas de semáforo.

Hicimos un par de kioscos, verdulerías y algún locutorio. Una vuelta en uno de los kioscos un tipo me manoteó de la remera cuando íbamos saliendo, creí que me agarraban, pero el Tano se dio vuelta y le dio un culatazo en el medio de la cara. La nariz le explotó en sangre al tipo, se cayó
sobre el mostrador y rompió todo. Al rato nos estábamos cagando de la risa de él y de que al quiosquero encima le iba a salir más caro, porque además de que le habíamos robado, tenía que comprarse un mostrador nuevo.

El Tano me confesó que quería vivir así para siempre, que lo había pensado y prefería morirse en 20 segundos de un balazo, que de hambre, lento, y viendo a la familia morirse igual. Quería sacar a la vieja de toda esa basura en la que estaba; que no tuviera que salir más a laburar de noche,
para que al otro día nunca alcanzara la comida. El Tano tenía 4 hermanos mas chicos
y con los afanos por lo menos había podido hacer que comieran todos los días. La vieja sabía que él andaba en algo raro, no le gustaba, pero comían todos y por eso no preguntaba; ella sabía, pero prefería no enterarse.


Esa tarde nos juntamos en la plaza, ya no íbamos al semáforo porque estábamos muy expuestos, alguno podía reconocernos. El Tano nos dijo que tenía una fija, un tipo de una agencia de lotería. Ese viernes tenía que pagarle a los empleados y por eso iba a tener toda la guita ahí, en el negocio. No sabía cuánto, pero era mucho, y con eso podíamos tomarnos unas vacaciones, decía. Salvo el incidente del mostrador, nunca habíamos tenido ningún problema, así que con la confianza intacta, todos aceptamos.

Ese viernes nos reunimos en la plaza y repasamos el plan hasta el mediodía, que era cuando la agencia quedaba prácticamente vacía de clientes. A esa hora la plata iba a estar ahí, porque el tipo pagaba los sueldos al final del día. El Tano chequeó en la plaza el arma y se la guardó entre la ropa. Ibamos los cuatro caminando juntos, cada uno fue tomando posición sin decir palabra: Andrés dejó de caminar en la esquina, Mario se sentó en la puerta de la casa anterior a la agencia y el Tano y yo, entramos.
Había tres empleados, uno en cada caja y sentado en un rincón el que debía ser el dueño, más viejo y de lentes. El Tano lo apuntó a él directamente y le gritó para que le diera la plata, el tip largó el mate que estaba tomando y le dijo que todo lo que había estaba en las cajas. El Tano se le
fue al humo y le pegó una patada al banco donde el viejo estaba sentado, lo tiró al piso y le dijo: ¡Dame la plata porque te bajo! El viejo se levantó y sacó de atrás del mostrador una cajita de madera, el tano me hizo señas con la cabeza para que la abriera. Yo me acerqué y cuando la abrí,
vimos que estaba toda la guita, había fajos chicos agarrados con cintas elásticas que
apretaban papeles con los nombres de los que debían ser los empleados, y otros fajos
más grandes sin nombre.

El Tano me sonrió, se dio vuelta y apuntando al primer cajero le dijo: ¡Ahora sí, vaciá la caja!-, no terminó de decir eso cuando escuché la explosión. El Tano se desplomó frente a mí, el viejo
estaba parado ahí con el arma en la mano y ahora me apuntaba, yo me arrodillé al lado del Tano y le agarré la cabeza, tenía la remera empapada de sangre, por el vidrio vi que Mario no estaba más. -Quedate tranquilo Tano, todo va a salir bien, no te muevas que vas a ir al hospital-. le dije.
No, dejame acá... viste, al final se me dio, en 20 segundos no paso hambre nunca más.