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sábado, 2 de febrero de 2008

Dulces sueños


Por Denise A. Morzilli

Desesperanzada, postrera, decadente, prófuga, desolada, abatida, caída, ilógica, demente, perdida... Así se sentía. Como si un rayo hubiera impactado sobre su corazón robándole un pedazo de alma, de su esencia (como ella lo llamaba).

Se ponía muy nerviosa cuando hablaba con él y hacía gestos raros, por lo general hablando muy rápido. A él parecía causarle gracia porque sólo asentía con la cabeza y sonreía. Pero eso era cuando aún se veían, ahora hacía mucho que no sabía nada de él. ¿Se había casado? ¿Tenía una hija? Su hermano le había comentado algo sobre ese asunto, ahora vivía solo, era lo único que sabía.

Clarisa subió al viejo y elegante vehículo. Como todos los días, su chofer Antonio la saludó amablemente e hizo un comentario sobre el clima que Clarisa no escuchó. La tarde caía serena, el calor del mediodía aún calentaba el asfalto, el aire era denso y pegajoso.

-¿Está segura de que quiere ir a ese barrio, señorita Clarisa? Sabe que a esta hora es muy peligroso y desolado.

-Si. Quiero. No hay problema- proclamó ella como si firmara su propia sentencia de muerte. Lo iba a visitar a él, a Jonás, lo demás no le importaba. El automóvil se detuvo en una zona oscura y tenebrosa, Clarisa observó las casas con un dejo de tristeza. “Segundo piso, departamento C”, eso dijo Jonás, tocó timbre, su corazón latía muy fuerte. Su departamento era modesto pero bonito. “Como él” pensó Clarisa. No hablaron mucho, ella ya no era una niña que se ponía nerviosa y él ya era un hombre lo suficientemente mayor como para haber olvidado cómo sonreír. Ella lo besó sin preguntar nada y se sentó.

-Mi hija me odia, Clarisa. Tú también me odiarás algún día.

-Yo no podría odiarte. Créeme, lo intente. No pude.

-¿Por qué querías odiarme?

-Porque te amaba y te echaba en falta. Luego de que te fuiste nada fue igual, no para mí. Dejé todo.

-Pero nunca me lo dijiste, Clarisa...

-Si ya te habías dado cuenta de que te amaba locamente- Suspiró.

-Es que no me parecía lo apropiado.

-¿Matar es lo suficiente apropiado para ti? Eres tan correcto, amable y gentil que de seguro le pediste disculpas cuando la envenenaste

Él la miro azorado.

-Eres muy cruel. Silencio. Otra vez silencio. La vida de Clarisa era muy silenciosa, nunca acontecía nada nuevo, ella simplemente pasaba las tardes sentada en su hermosa y gigantesca casa, esperando a que alguien llegara a su puerta, pero nunca venía nadie.

-¿Sabes qué es lo que más me molesta? No es que te hayas casado, es que la hayas matado.

-¿Hubieras preferido que te mate a ti?- Sonrió él con tristeza, su broma no tenía nada de gracia.

-Si, la verdad que si. Daría mi vida por compartir diez años junto a ti, Jonás.

-Debes marcharte. Ella se puso de pie, Jonás tomó su mano, como solía hacer hace tantos años
atrás, luego la besó con brusquedad y abrió la puerta.

-¿Sabes por qué la maté? ¿Sabes por qué?

-¿Porque ella no era yo?

-Porque no eras tú, Clarisa. Antonio estaba asustado, suspiró cuando salieron de ese horrible barrio, contento de llevar nuevamente a su ama a su esplendorosa mansión. La despertó el sonido de una respiración, una respiración que conocía muy bien... Tomo conciencia de que todo había sido un sueño. Sintió algo frío en el cuello, el filo de un arma. Rendida y con un hilo de voz lo llamó. “Jonás”.

-Te amo, a ella nunca la amé. Debes saberlo. Unas manos suaves y delicadas acariciaron su cuello. Las sábanas blancas se tiñeron de un rojo pardo, Clarisa moría feliz a manos de su siempre cortés y querido amado.

Retrato criminal


Por Darío César Dublanc

Desdichado del hombre que no ve más que la máscara. Desdichado del hombre que no ve más que lo que ella oculta. El único hombre dotado de visión verdadera ve en el mismo momento, y en un solo relámpago de luz, la hermosa máscara y el rostro terrible que detrás de ella se oculta. Feliz el hombre
que detrás de su frente crea la máscara y el rostro en una síntesis que la naturaleza aún desconoce. Sólo él puede tocar con dignidad y gracia la doble flauta de la vida y de la muerte”.
Nikos Kazantzakis.

Como un alga marina rosada, mi mano derecha en gestación, en el vientre de mi madre. He matado. He sido prolijamente condenado, mi mano derecha fue cortada y destruida.
Aprendí a encender mis cigarrillos con la mano izquierda, no es tan malo, me quedan unos mil, pequeño tesoro, recuerdo del siglo XXI; lo lamentable es que el sistema de oxigenación de la celda extrae automáticamente el humo, casi no puedo disfrutarlo. También aprendí a escribir
con mi única mano, aunque no es necesario en el siglo XXII. La Tierra está razonablemente limpia y controlada. No hay sobresaltos, éstos se encierran y se inutilizan pulcramente.

El Director de la cárcel hoy ha venido a verme. Se limitó a dejarme un sobre cerrado y se fue. Debe ser realmente importante: su presencia y dejar algo por escrito no son las formas usuales. Observo todo a través de mi breve nube de humo que se diluye en el agujero negro de la ventilación. Lo abriré después de cenar. El silencio de la noche me pertenece, lo
siento inviolable y me sirve.

Las pastillas sintéticas de la cena aún reptan por mi esófago cuando con ayuda de mi muñón abro el sobre. Tres hojas pulcras y dobladas, breves. Leo todo cuidadosamente, con lentitud, en la cárcel se aprende esto, cada acto es moroso, se estira tal vez para seducir al tiempo, quizás
este sea más benévolo con uno. Luego aparto las hojas y enciendo un nuevo cigarrillo, trato de alejarme lo más posible del agujero negro de la ventana, quiero disfrutar del humo.

El Director me ofrece un trato. En la Galaxia X-13, las autoridades tienen curiosidad por el siglo XXI Terráqueo. Se les hará un envío especial para estudio como cortesía intergaláctica. Sonrío. Si
acepto el trato, a la vuelta podré ir a una celda normal, con compañeros y patio de recreo virtuales. El humo de mi cigarrillo prosigue escapándose por el agujero negro de la ventiventilación y demora mi pensamiento.

Iría en una nave automática, caminaría a mi antojo, vería el Universo por un visor.

Respiré hondo y de pronto miré mi muñón; la cortesía para la Galaxia X-13 será una mano derecha. Para que llegue fresca, debe viajar injertada. No se me han dado más detalles, casi
con indiferencia se espera mi decisión.

El médico me dijo que la anestesia será total, no quiere contratiempos. Todo fue muy rápido, o al menos me pareció. Permanecí una semana en la enfermería del laboratorio, mientras la mano se
nutría de mi sangre, se adaptaba a mis tendones adormilados.

Nuevamente en la celda, seguí fumando con mi mano izquierda, recelaba de mi nuevo huésped. Parecía rehuir al ser tocada, de noche dormía bajo la almohada. Mis nervios aumentaron haciendo peligrar mi reserva de cigarrillos.

Una mañana, recién levantado, en ese lapso en que todo aún es expectativa, frente al espejo virtual, ya que está prohibido a los reclusos contemplar su propia imagen, la mano tocó mi rostro.
-Recuerda que soy un asesino- le dije para establecer una distancia, un reparo. rostro que yo no podía ver.

Una mañana partimos, no se me permitió llevar mis cigarrillos, se me reintegrarían a la vuelta, me dijeron. Me controlaron y me prepararon mediante visores y robots eficaces e indiferentes.
La base despidió a la nave como un insecto molesto e inevitable. Respiré hondo, me imaginé un cigarrillo en los labios, y analicé la situación en la pantalla de la computadora: nave automática,
velocidad de la luz, rumbo Galaxia X-13, con mano injertada, tiempo de viaje: un año terráqueo.
Mi celda volante era eficaz y gris.

Ya en el espacio abierto, miré por el visor, los planetas giraban mirándonos pasar.

Comencé a dormir mucho, en las cárceles uno hace esas cosas. Extrañaba mis cigarrillos, hubieran sido una compañía. La mano derecha parecía un animalito reconociendo su nuevo hábitat. Sentí que nada había cambiado, irónicamente en el medio del espacio, en una
celda, mis sombras seguían intactas, desde la Tierra, mi nave ni siquiera despertaba la expectativa de un control, alguna forma de nexo.

Un día, ya no sé qué día, -ya no miro controles ni computadoras-, comencé a observar un planeta. Se me impuso con sus tonos rojos, azules violentos, comencé a sentir sensaciones no esperadas. De pronto me encontré con una hoja de papel y un lápiz en mi mano derecha, dibujando frenéticamente ese planeta, reproduciéndolo en sus contornos, tratando de captar sus giros, sus irregularidades.

Sentía cómo el corazón bombeaba sangre a cada una de mis extremidades, redimiéndolas.
Luego dejé todo y aturdido traté de comprender. Mi mano derecha ya no me pareció inocente, semejaba a un animal agazapado. Cuando el misterio es demasiado grande, uno se entrega, no puede pedir concesiones.

Busqué lápices de colores de hacer gráficas interplanetarias, tomé papel y me dejé llevar por mi mano derecha. Dibujé planetas, nebulosas, asteroides de imagen breve. Sensaciones vitales
me desbordaban y no había soledad.

Dibujos por todos lados tapaban las pantallas de los monitores, de las computadoras, fragmentos del universo palpitaban dentro de mi celda. Poco a poco, una convicción, una sensación de intranquilidad, me fue ganando. Busqué el informe secreto que debía ser entregado al llegar a la Galaxia X-13. La computadora fue reticente, pero al final logré arrancarle el secreto.

El informe era frío, exacto y eficaz: mano derecha perteneciente a un artista plástico del Siglo XXI; conservada como curiosidad de actividades superfluas, se solicita destrucción posterior al estudio. Creo que ella se dio cuenta. Mientras pintábamos un planeta de rojo intenso que parecía querer hablar, lo decidimos. Logré desconectar el automático de la nave, luego destruí el sistema de comunicación y rastreo, y puse rumbo al infinito.

Pensé sonriendo que extrañaría mis cigarrillos, al menos el humo ya no se iría por el agujero negro del extractor de aire.

El papel en blanco me miró como un espejo. Los lápices de colores giraron en la ingravidez del espacio como pequeños cometas expectantes. Mi mano derecha recorrió lentamente mi rostro, luego se dirigió hacia ellos como un animal decidido. Respiré profundamente y miré por el visor.

Como un alga marina rosada, mi mano derecha en gestación, en el vientre del Universo.

Querido amor no correspondido


Por Sutter Kaihn (*)

Al queridísimo Padre Fernando: ¿Me recuerdas? Soy yo, Eliana... aquella muchachita con la que has sufrido, por aquel amor prohibido del que tanto te hostigaba. Esta sería la segunda vez que te escribo, ya que nunca has contestado mi primera carta.

Lo que pasa, es que aún te extraño y ese amor que siento hacia ti, se está desvaneciendo de a poco. Cuesta mucho, pero es así. Sólo necesito más tiempo... eso es todo.

¿Cómo estuvo el regalo que te envié? Supuse que te gustaría muchísimo, un pastel horneado de carne, acompañado por un vino de marca refinada. Qué extraño; pensar que antes no tenía acceso a ese tipo de cosas y ahora que he progresado gracias a tu ayuda, tengo un auto y una casa digna.

El problema fue que... Bueno; tú sabes. Después de tanto tiempo, tendrías que enterarte de toda la verdad. Querido Fernando, eres padre de un hermoso hijo varón y se llama Miguel. Mi pequeño Miguel... Tantas cosas pasé por él y a pesar de que nunca ibas a reconocerlo, hice todo lo posible por superarme y poder criarlo.

En la diócesis de Capital Federal jamás hubiesen permitido que un cura se hiciera cargo de un hijo nacido por medio de es la tentación del demonio. Como siempre me decías: “Esa semilla del mal, el fruto del pecado”. Pero jamás se te ocurrió nombrarlo Hijo. Muchas pisadas tuve que soportar por parte de la iglesia. Aguanté el embarazo y trabajar en aquel lugar, donde me habías abandonado para no darte vergüenza. Sin embargo, en aquella quinta de rehabilitación, pude aprender un oficio y progresar.

Eso no te lo voy a discutir... todo lo contrario. Te estoy muy agradecida y como prueba de eso, el misterioso paquete que hace una semana te llegó a la capilla, fue un presente mío. Imagino
que esa carne tan deliciosa, fue degustada con aquel vino tan refinado y dulce. Sólo que hay un pequeño detalle.

Miguel, el niño del cual jamás quisiste hacerte cargo y por culpa de la iglesia que no permitió que tuviéramos una feliz vida de pareja normal, deberá ser aceptado por ti. Tendrás que reveerlo
aunque no lo quieras, porque así como tú me lo has dado, YO TE LO HE DEVUELTO.

Espero que lo hayas degustado con aquel vino refinado de misa, querido amor no correspondido. Espero que lo hayas recibido, con la misma devoción que pones en cada misa que realizas. Adiós.

(*) Seudónimo

La última bolsa


Por Sutter Kaihn (*)

Ariel siguió corriendo detrás del camión, mientras que con movimientos apresurados arrojaba las bolsas de basura dentro de la prensa. -¡Dale!- gritó al conductor. Su compañero también estaba
tratando de subir, -¡pará un toque che!- advirtió y arrojó otra bolsa más.

El camión siguió con su marcha entrecortada en cada esquina oscura, penetrando por la fatídica noche tormentosa. Ariel, el muchachito de unos veintidós años, trataba de trabajar lo mejor posible, ya que al parecer su jefe le había planteado la posibilidad de ponerlo en un cargo más alto.

Algo así como ser encargado. Felizmente, pudo terminar sus estudios secundarios y eso podría introducirlo a un trabajo con mejor paga. -¿Cuánto falta?- preguntó su compañero Ernesto.

Hacía pocos días que él estaba trabajando allí, y no conocía muy bien el circuito que debían realizar. Faltan unas... diez cuadras. Contestó Ariel con seguridad y se aferró al camión.
- Dale!-. Siguieron la marcha entrecortada, mientras que el agua empañaba su visión.

El vivía por la zona de los bajos, allí donde casi nadie se atrevía a cruzar. Hasta la misma policía, muchas veces no procedía cuando les mencionaban esas calles de la muerte. Eran sinónimo de todo tipo de desgracias y demás perversiones.

Ni siquiera el mismo Ariel estaba tranquilo; es más, pensaba mudarse lo antes posible. Ya estaba harto de vivir en un lugar donde las desgracias de todo tipo eran frecuentes... y más en altas horas de la noche.

-Tenemos que pasar unas cuadras más- dijo él con los dientes apretados; sentía que los nervios se le ponían de punta.

Estaba muy cerca de su barrio y eso ya no le gustaba para nada. La lluvia seguía golpeando su rostro moreno. Sus ojos resaltaban en la nocturna ciudad, empapada de un agonizante silencio.
Esa escena, le carcomía las expectativas de tener una noche de trabajo normal. “¡Ya me quiero ir de acá!”, pensaba mirando a su alrededor. Los truenos y la luz de los rayos daban una imagen es la peluznante a las esquinas y las veredas rotas de la cuadra. Los carteles viejos flameaban con movimientos convulsionados. Los árboles parecían espectros sacudidos por los vendavales de la
locura y la desesperación. Las luces de mercurio parpadeaban.

-¡Allá están las últimas bolsas!- dijo su compañero. Si, son unas cuantas. Dejá que las junto yo- contestó Ariel y corrió hacia ellas. El camión se acercó y las lanzó dentro. Después de unos segundos, mientras la máquina prensaba los desperdicios, salieron de allí sin ningún problema.
El muchachito quedó colgando en la parte trasera del vehículo y suspiró de alivio. -No pasó nada... - murmuró. Secó su rostro y se aferró mejor al camión. - ¡Che! Me parece que se te pasó una bolsa más!- dijo Ernesto y Ariel lo miró desentendido.

-¿Dónde?- preguntó. Ernesto levantó su brazo izquierdo y su índice indicó el lúgubre lugar. -Esa casa- culminó. -Bueno, pará que le hago señas al camión para que retroceda... - No le gustaba
la idea; si él hubiera visto aquella bolsa, de seguro no habría dicho absolutamente nada. Todo fuera para no volver. El conductor hizo caso al chico, y volvieron a esa casa. Lo extraño era que aquel lugar estaba abandonado y él lo sabía perfectamente; pero nunca falta algún roñoso que inescrupulosamente arroja basura en lugares abandonados o baldíos. Bajó y trotó hacia el objeto negro, que brillaba con el agua y las luces de mercurio que seguían parpadeando.

Estiró el brazo y aferro su mano al plástico. Estaba un poco pesado, no tenían ganas de levantarlo. Es más, si ellos notan que la bolsa de basura pesa más de la cuenta, las dejan donde las encuentran.

-¡Ma si! La levanto así nos vamos de una vez...- gruñó, pero cuando intentó arrojar la bolsa, ésta se desgarró dejando caer aquellos restos humanos que se estaba pudriendo con el calor de la noche.

(*) Seudónimo