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martes, 12 de febrero de 2008

La imagen


Por Manuel Parodi

El viejo acomodó sus dolorosos huesos en el sillón de mimbre. El calor era insoportable a esa hora de la siesta. Entrecerró los ojos y los recuerdos llegaron en tropel a su memoria.

¿Cuánto hacía que estaba allí en la isla? ¿Cincuenta, sesenta años o más? Ya no recordaba, hacía tanto tiempo...

Fue desde que ocurrió “aquello”. Con un suspiro recordó aquel día. El se encontraba en el patio de su casa armando una pequeña jaula que había ideado para cazar un petirrojo. Sus padres discutían acaloradamente. Siempre lo hacían, pero esta vez la discusión parecía haber alcanzado tonos de violencia.

De pronto los gritos de su madre lo sobresaltaron. Se precipitó hacia la vivienda y se paró en la puerta del dormitorio. La escena lo paralizó. Su padre intentaba ahorcar a su madre mientras la golpeaba con un cinturón. A partir de allí los recuerdos son confusos. De pronto tenía en sus manos la escopeta que su padre solía utilizar cuando salía a cazar. Escuchó como entresueños que él le gritaba “¡maldito bastardo, sal inmediatamente de aquí si no quieres que te zurre a ti también!”.

El disparo lo desconcertó. El arma escapó de sus manos y con ojos horrorizados vio una gran mancha roja formarse en el pecho de su padre. También vio la incredulidad en sus ojos mientras se desplomaba. Su madre se levantó y corrió hacia él abrazándolo entre sollozos. El sintió que lágrimas calientes resbalaban por su rostro.

Acordaron que debería irse del lugar antes de que las autoridades tomaran conocimiento del hecho. Rápidamente preparó un bolso con ropa y con comida yfundiéndose en un largo abrazo con su madre, se despidió de ella.

Don Roque, o “el viejo”, como le decían en el lugar, suspiró nuevamente y con un pañuelo secó el sudor de su frente. El calor en la isla era insoportable.

Sacó de su bolsillo una pequeña bolsa de tabaco y con sus dedos temblorosos se puso a liar un cigarro. Después de la primera pitada Don Roque reanudó sus pensamientos. Había caminado toda la tarde y el anochecer lo sorprendió monte adentro.

Caminó sin rumbo fijo gran parte de la noche hasta caer exhausto en la orilla del río. Don Roque aspiró con placer el humo del cigarro y entrecerró los ojos.

Los recuerdos le dolían aún...El relincho nervioso de su caballo devolvió a la realidad al viejo, que prestó atención. No era un relincho normal, conocía bien a su caballo, algo le pasaba. Se enderezó en la silla y con pasos ágiles, no propios de su edad, se dirigió presuroso a los fondos de la vivienda donde pastaba el animal.

Don Roque se acercó y su mano se deslizó suavemente por el pescuezo del caballo. Con palabras cariñosas, el viejo trató de tranquilizarlo. “Algo lo inquieta, él no es así”, pensó.

Vio que el lazo que lo sujetaba al palenque estaba enredado en la pata derecha del animal. Se agachó suavemente y levantándosela, lo liberó. Fue entonces cuando sintió el leve siseo que lo paralizó en seco. Casi sin verlo, supo lo que era. Lentamente y con mucho cuidado se dio vuelta y frente a él, a pocos centímetros, la enorme Yarará-Cuzú lo observaba.

Una de las más peligrosas especies que habitaban la isla. El viejo maldijo entre dientes su error, ¡cómo se había descuidado! Con mucha cautela y movimientos lentos, su mano se dirigió a la
cintura y rozó el mango de su cuchillo.

Trataría de sacarlo con mucho cuidado. Su mano se cerró sobre la empuñadura, y en ese momento sintió el latigazo y un fuerte ardor en su pierna. Rápidamente se dejó caer al suelo y sacando su cuchillo rasgó la parte inferior de su pantalón.

Su pierna le ardía atrozmente y comenzaba a entumecerse.

Don Roque desató su pañuelo del cuello e inició un torniquete por debajo de su rodilla. Sabía que era inútil, no tenía antídoto y la picadura era mortal. Se arrastró dificultosamente y apoyando su espalda en el palenque revisó la herida. Los dos orificios comenzaron a hincharse velozmente y
un color violáceo teñía su pierna. Pensó en cortar la herida para drenar parte del veneno pero sabía que ni esto evitaría su muerte.

¿Cuánto tiempo le quedaría? ¿Una hora, dos? Sentía la boca reseca, pero a pesar del fuerte calor, tenía frío. Quería preparar un cigarro, pero no pudo. Su vista comenzaba a nublarse. Cerró los
ojos y se vio jugando en el patio de su casa. Oía claramente los gritos de su madre llamándolo: “¡Roque, a comer!”.

Más allá, su padre trajinaba con el hacha sobre un montón de leña.

El viejo sintió que la sed lo devoraba por dentro. Ahí estaba su madre sacando del pozo un balde de agua fresca.

No sabe cuánto tiempo deliró, o si se quedó dormido. De pronto abrió los ojos y una fuerte luz de color celeste invadió el lugar. Como entresueños vio a una persona arrodillada con la mano
extendida hacia su herida. Intentó hablarle, pero las palabras se negaban a salir de su boca. Quiso levantar una mano, pero ésta no le respondió. Entonces por primera vez vio con nitidez
el rostro de aquella persona.

Era su padre, que con una sonrisa en los labios se desvanecía lentamente, y la inconsciencia lo invadió de nuevo. Con movimientos suaves, algo empujaba su cuerpo. El viejo despertó sobresaltado y vio a su caballo que con el hocico tocaba su hombro. Se enderezó y al instante recordó todo. “Estoy vivo”, pensó, “no puede ser”. Rápidamente miró la herida, pero de ella sólo quedaban dos pequeños orificios. La hinchazón había desaparecido y él se encontraba mucho mejor. No podía creerlo, sabía que sobrevivir a la mordedura de una Yarará en aquellos parajes era imposible.

Sin duda su padre, a pesar de lo sucedido, había acudido en su ayuda. Una enorme paz lo invadió y gruesas lágrimas rodaron por su rostro.

El enjuto


Por Oscar Ojea Chiappesoni

“Mañana no es el otro nombre de hoy” Eduardo Galeano
Su pecho palpitaba a mil. Había tomado una decisión. Necesitaba guita y era ahora o nunca. La desvencijada moto rompía con su ruido la calma del barrio. Eran casi las tres de la tarde. Ni un alma bajo el sol de enero. A lo lejos, el rumor de los autos traía la presencia de la avenida 72.

Se ajusta la gorra hasta las orejas. Trata de acordarse desde cuándo usa esa gorrita. Sólo sabe que se la dio su prima Gladis. La había encontrado en la playa de San Clemente, hace como dos años. Le gustaba y hasta dormía con ella, con la gorra, por supuesto.

La moto se quejaba sobre la polvorienta calle. Dobló hacia el almacén de Coca. Tanteó en su bolsillo izquierdo el bulto que le daba fuerzas. Si don José, el dueño del corralón, se enteraba de que le afanaba el fierro seguro lo cagaba a patadas y era capaz de denunciarlo a la policía. Pero el
patrón era un viejo distraído y nunca se acordaba donde había guardado el arma.

A lo lejos divisa una señora, de edad, sentada en la vereda. Juega con un borreguito. Tal vez su nieto. Tal vez no quiere dormir la siesta. A él tampoco le gustaba dormir la siesta. Cuando su madre lo obligaba, saltaba por la ventana y se las tomaba para la cava con los pibes amigos. Ya no
piensa en el almacén. Su mirada se clava en la mujer y en el chico. A los alrededores no hay nadie. Sólo perros atorrantes que desparraman basura. La tarde quema como nunca. Detiene el motor y la moto sigue silenciosa y lenta. Se detiene junto a la mujer que ha tomado de la mano al chico
y mira con asombro y desconcierto al recién llegado.

Resoplando coraje de no sé donde, salta de la moto y con fiereza la empuja hacia lacasa. Con voz ronca y apagada le pide plata, plata y plata. Su mano derecha crispa la pistola plateada que parece una antorcha bajo el sol. Tiene el cuerpo bañado en sudor, la remera pegada al cuerpo. Cuerpo enjuto, como le decía siempre el doctor de la salita. La mujer ahoga un grito y el pendejo
llora asustado. Se juramenta no aflojar ahora. Unos pesos y algún electrodoméstico le vendrán bien para organizarse. De pronto un estruendo. Un golpe seco en la panza seguido de un dolor de mierda lo tira contra el cerco de cañas. Siente frío, ganas de vomitar, su vista se nubla. Levanta
la cabeza y alcanza a ver a un tipo grandote, de rulos y barba, con los ojos agrandados por la bronca y el miedo.

El grandote sostiene una escopeta. Suena otra explosión. Su pierna da un latigazo en el patio de ladrillos y le hace estremecer el cuerpo. Más dolor. Una sueñera pegajosa lo invade. Parece que flota. Ahora sí no escucha nada. Mueve su mano y allí está el fierro de José. Ojalá que no se
entere de que lo agarró por un ratito.