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domingo, 17 de febrero de 2008

Reventón marginal


Por Pablo Bueno

Sobre la tarima, el desaliñado animador hace rítmicos ademanes con ambas manos, proponiendo el agite a la muchedumbre. El redoblar de los parlantes provoca efervescencia en los presentes.

El entusiasmo fluctúa entre el público, según cuál sea el artista a oír. El hombre en el escenario avisa sobre la llegada inminente de Yerba Brava. El grupo tal vez nunca arribe, el negocio ya está hecho, con la plata en caja.

Por lo pronto, las chicas de pollera corta desplazan sus caderas con gracia, recibiendo un alud de piropos masculinos.

Seguramente las aspiraciones de ellas pasaban más por estar sobre una pasarela que allí; nunca las contratarían por tener tanta turgencia en sus estrechos cuerpos.

Por eso debían conformarse con erotizar moviendo sus atributos, a cambio de un apreciable pago.

Gorra, pelo al ras, remera gastada y bermuda llamativa. Las llantas, bien humildes.

El look que porta David es digerible en el ambiente en el que se mueve. Raro sería verlo en Recoleta, con el entorno en contra.

Apoyado con espalda ancha sobre la pared, el chico vacía el vulgar cóctel alcohólico, comercializado a centímetros suyos.

El trago, mil veces más desorbitante que una botella de cerveza, está al alcance de su bolsillo, y además lo deja tambaleante, listo para sorber el suicida vestigio blanco, presente en su palma
izquierda. No deja nada, lo consume todo.

Impulsivo, va a donde está su chica, furtiva, con otro chabón.

-¿Qué haces con este cabeza, nena?- increpa él.

-Estás dado vuelta otra vez, David- contesta, cubriéndose, ella.

-¿De qué hablas, trolita? No me cambies el tema.

-Che, che, che. Baja los humos. Ni ella es trolita ni yo soy cabeza - se inmiscuye el tercero en discordia.

-¿Vos querés ser boleta, no?- ruge David.

-Qué, a poco los violines tienen pelotas- provoca el otro.

-Ahora mismo vas a tener que bancar tu ida, puto- responde el defraudado novio. Johana, poniéndose en arrepentida, ensaya pararlos. No la obedecen y exponen sus navajas, ante los demás, que, como espectadores, vitorean a favor de la riña. Nadie se mete; todos cuidan su pellejo.

Todos apañan la reyerta, rodeando a los partícipes.

David va de frente; no se achica. Toma el arma, lanzando puntazos con siniestra naturalidad. Para él no hay prurito cuando hay que salvar el desguazado honor. Su contrincante, más prudente, como quien debe esquivar minas en un campo de guerra, sólo ataca cuando está seguro de la efectividad del intento. Los movimientos de muñeca se suceden, hasta que el agraviado, con la sagacidad de un chacal en ayuno, punza la empañada garra en el estómago
del rival. La hoja se alimenta del manjar orgánico, cayendo al suelo, parásita, con su víctima.

Creyéndose victorioso, el ofendido mira a quienes lo circundan, buscando el botín. Indaga a varias personas; se da cuenta de que Johana no está. Se fue con otro.

Detrás suyo, encorvado, el enemigo contragolpea.

La laceración lo derrumba; la sangre fluye, espontánea, en David.

Cerca del fausto evento un joven le dice a su ocasional pareja:

-Este boliche se pone lindo; hay que venir más seguido.

La muchacha ignora el desatinado comentario y lo invita a partir con rumbo desconocido.

La ambulancia tardará más de la cuenta, siendo un barrio tan temible como El Refugio.

Qué importa; llueva o truene, muera quien muera, todos los fines de semana, el reventón marginal sigue; le guste a quien le guste, le moleste a quien le moleste.

Destinos Cruzados


Por Juan Sebastián Pino (*)

Las sirenas de la policía comienzan a sonar y trata de huir aterrorizado, pero sudado por la adrenalina descubre que sólo es el despertador y entre dolores de cabeza y maledicencias decide lentamente dejar la pereza para otro día.

El detective Williams despertó de una larga y abrumadora pesadilla, en la cual arrollaba a un hombre y se daba a la fuga siendo un mercenario más de la injusticia. Pero al levantarse, su cama sangraba y encontraba bajo las sábanas un aberrante imagen: el cadáver de aquella víctima de asesinato que atentaba contra su integridad mental.

Luego de ese funesto episodio, comenzó a descubrir que aún quedaban resabios de fantasía y renunció a la posibilidad del “sueño dentro de un sueño”.

Despertó al fin e indagó en su libro de seudo-psicología qué podría significar aquella visión imperfecta de una realidad inconcebible, aunque aquel abad de papel no reveló nada.

De camino al trabajo, un hombre se cruzó en su camino, y el auto frenó estrepitosamente marcando en el pavimento dos líneas paralelas. Sólo un susto; un dejavú en el centro de la ciudad y a esa hora hubiera convertido esa calle en una necrópolis.

Aceleró su auto y llegó rápidamente a la oficina, aunque el camino se plagó de escrupulosas sentencias. Confinado en el rincón de aquella gran sala ponía énfasis en expedientes pendientes cuando escuchó la voz impulsiva de Marcos.

Algo en su voz lo impacientaba, al mismo tiempo que lo calmaba recordándole que ya estaba en tierra firme y la furia de su auto no podía descargarse en un peatón de dudosa prudencia.
Allí, la memoria llamó a la cara de aquel sueño: era Marcos a quien atropellaba.

Sintió intriga, y para cerciorarse de que nada ocurriese ese día le preguntó su hora de salida. Marcos saldría temprano. Todo estaba bien.

Luego de hacer unas compras, Marcos se iría a cuidar la casa de su madre, a pocas cuadras de la del detective Williams, ya que estaba deshabitada y temía que algún indigente la ocupara.

La posibilidad de que lo imaginario pasara al plano real lo hacía inquietarse nuevamente y para distenderse de su trabajo por unos segundos, tomó un papel en blanco y quiso dejar que las palabras fluyeran; pero no pudo, pasó el tiempo observando, pero no pudo analizar el propio sentido de su mirada: calculadora, fría y obsoleta.

“Basta ya de pensar, no quiero sentir los agravios de las palabras que no suenan en el interior de la imperfecta circunferencia”. Por último recapacitó en el papel imperceptiblemente escrito: “El adorno de las expresiones sólo entorpece el significado de las mismas, siendo éstas modelos elaboradas hace siglos y las cuales el mundo se niega a dejar en el olvido pues alguna mente débil
o protestante se vanagloria de escucharlas o expresarlas”.

Pero sus informes no podían carecer de esos arreglos superfluos y las abominables contradicciones nuevamente abordaban su conciencia.

Dejó sus escritos, pensando que solo lo ensoberbecían y desfiguraban aún más la imagen que tenía de sí mismo a partir del comienzo de ese día. Tres horas más tarde que Marcos, el detective Williams salió de su agobiante trabajo.

Mientras tanto, Marcos terminaba de hacer las compras para la cena de esa noche y se dirigía al que sería su nuevo hogar por unos días.

Williams, al percatarse de que el auto no encendía, llamó a una grúa; el operador le indicó sobre las importantes demoras y le advirtió que no podrán remolcar el auto a su casa sino hasta el día siguiente. Resignado, el detective comenzó a caminar. En la oscuridad de la noche vio un auto y cruzó rápidamente la avenida pensando en aquello que antes imaginó: un “peatón de dudosa prudencia”, pero otro auto lo arrolló del lado contrario de la calle, dejándolo malherido en el empedrado azul.

Se levantó y siguió camino a su casa, pero antes de llegar a su destino observó una similar a la suya y entró creyendo que aquella vivienda era la correcta. Las luces estaban prendidas, y fue lo primero que lo hizo dudar. Para rematar la situación, la puerta estaba entornada.

Pensando en la presencia de indigentes en la casa, desenfundó su arma y comenzó a investigar la zona. Había cosas que no reconocía, y pensó: “juraría que este mueble no estaba aquí”. Siguió explorando por el pasillo y sin medir la gravedad del asunto entró en la habitación y cayó en la cama.

Marcos revisó el auto para cerciorarse de que estuviera en condiciones de salir al día siguiente, pues de camino había arrollado algo. Le molestaba que un perro lo hubiese rayado. Salió de la cochera y entró las últimas bolsas que habían quedado en su auto de color rojo.
Cansado, dejó la cena para otro día y se acostó a dormir.

Al salir el sol el día siguiente, Marcos despertó de un sueño en el que atropellaba a una persona, escapaba al escuchar las sirenas de la policía, y al llegar a su casa y entrar en la habitación, encontraba un cadáver en su cama. Pero el muerto a su lado no era un sueño, era una realidad.

Había matado a su amigo, camino a casa.

(*) El autor tiene 17 años

La séptima víctima


Por Marcos Zocaro

De pie en medio de su oficina, Sabrina está shockeada, el pánico le impide moverse. La fotografía
que sostiene le quema las manos. Se pregunta si sus amigos también han recibido una como esa antes de morir.

La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a otra época, una época
de felicidad, de sueños por cumplir, de pura amistad. Los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara fotográfica sin saber que en ese mismísimo instante firmaban su sentencia de muerte.

Sabrina observa atónita el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos. El asesino los
ha recortado prolijamente; salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva,
su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el
peor de todos los presagios: ella será la octava víctima. Morirá al igual que sus amigos, y nada
lo impedirá. Nada.

Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose por delante a varias personas, entre ellos a su jefe. Sube al coche estacionado en la puerta y se dirige a su casa a
toda velocidad.

Mientras adelanta a toda clase de vehículos y aprieta aún más el acelerador, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la despertó, llorando. “Encontraron el cadáver de Alex en el río”,
le dijo, y luego añadió: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la fría camilla metálica donde descansaban los restos
de lo que había sido su amigo Alex. Estaba irreconocible, y no hubiesen podido reconocerlo si no fuese por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.

Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana, la muerte llamó a la puerta de Nadia: su cuerpo, salvajemente golpeado, fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina
no relacionaría ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela... Un bocinazo la devuelve a la realidad; pero en lugar de aminorar la marcha acelera más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo.

No puede perder ni un segundo. Está decidida a no ser la octava víctima.

Diez minutos más tarde llega a su casa. Se baja velozmente del coche y corre hacia adentro. Al abrir la puerta, se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho. Quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada
del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.

Avanza un par de metros hacia el interior de la casa, y no tarda en advertir que está todo
revuelto: infinidad de papeles tirados en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y macetas todas rotas... El asesino ya ha estado allí.

Sin que ellas les de la orden, sus piernas comienzan a huir. Corre hacia el coche, sube y acelera a
fondo. Por un segundo, la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por
delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiera llegado a advertirle...

Luego, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar. Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto contra una torre de iluminación.

Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.

La imagen de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente; y al recordarla no puede evitar estremecerse.

De repente se le ocurre algo. Gira en el primer retorno y se dirige hacia el este, hacia el campo de
sus padres. Aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida, por lo menos por un tiempo.
En ningún momento del trayecto piensa en recurrir a la policía. Sebastián ya lo pensó antes y
acabó misteriosamente con una bala enterrada en la cabeza.

Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta en el horizonte,
llega al campo. El paisaje es extremadamente desolado; sólo una pequeña casa en medio del campo interrumpe la plantación de manzanas.

Antes de apearse, mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca
que un grito desesperado escape de su garganta . Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido. Presa del pánico, abandona el auto y camina a pasos acelerados hacia el interior de la casa.

No hay luces encendidas y la oscuridad la envuelve. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra. La oscuridad le impide ver.

Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y luego... El grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la escalofriante fotografía tomada en Brasil. Y los rostros, recortados, se hallan desparramados por el suelo, formando una alfombra que cubre cada rincón.

En ese instante, el miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá
en la octava víctima.

De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, e instintivamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y..., retrocede aterrorizada. No puede creer lo que sus ojos le muestran. Sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella y apuntándole con un arma.

Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

Final feliz


Por Marcos Zocaro

Dos años y tres meses fue lo que me llevó terminar mi primera novela, mi pequeña gran obra de arte. Y a Garmendia sólo le bastó menos de un mes para robármela.

Garmendia, Javier Garmendia, era uno de mis mejores amigos y, al igual que yo, amaba la literatura y soñaba con convertirse en un best seller. Pero lamentablemente, jamás se le caía una
idea de la cabeza. Eso fue lo que yo debí haber tenido en cuenta antes de prestarle el borrador de mi relato: un mes después, en vez de recibir su opinión sobre el libro, recibí una prolija carta donde me invitaba a la presentación de su novela Vértigo...

El desgraciado ni siquiera se había molestado en cambiarle el título. La presentación sería esa misma tarde, en el Pasaje Dardo Rocha. Y uno de los oradores que acompañaría a Garmendia sería, ni más ni menos, que Tomás M. Rocazo, el escritor que ambos tanto admirábamos. Mi indignación no podía ser mayor.

Aprovechando una distracción de mi padre, pude quitarle del cajón de la mesa de luz su pistola reglamentaria.

La escondí entre mi ropa y me dirigí hacia el Pasaje Dardo Rocha. En un principio, mi plan (descabellado, si se quiere) no era más que ocultarme entre la muchedumbre y, en medio de
la presentación, ponerme de pie, apuntar con mi arma a quien alguna vez había sido mi amigo y obligarlo a confesar su plagio. Sin embargo, ya en el lugar, todo cambió.

Para calmar mis nervios, mientras esperaba que Garmendia apareciese, decidí tomar uno de los ejemplares de Vértigo que descansaba sobre un estand. Al tenerlo en mis manos, mi furia creció más: la cubierta era tal como yo la había imaginado. En ese momento, más que nunca, pude sentir cómo me penetraba el frío de la Glock en la cintura. Luego, por curiosidad, comencé a ojear el libro hasta que llegué al final y descubrí algo que me terminó de descolocar, algo que hizo
alterar drásticamente mi plan.

Apenas Garmendia se presentó ante la multitud y se sentó detrás de un improvisado escritorio, saqué la pistola, le apunté y, después de contemplar por unos instantes su rostro lleno de terror,
le vacié el cargador en medio del pecho... El afeminado de mierda le había cambiado el final a mi novela por uno “color de rosas”.

Yo no lo podía creer. Lo que Garmendia había hecho, simplemente, no tenía perdón de Dios.