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domingo, 20 de abril de 2008

Treinta Mil


Por My Lady (*)



Cuidado! Que no entre en la casa, muchachos -Apuntó por séptima vez en la medianoche lluviosa; pero, nuevamente, había fallado. La bala impactó en una chapa recostada el portón de entrada, casi al mismo instante en que un joven moreno saltaba sobre ella.

Los tres hombres, todos corpulentos y vestidos de negro, perfilaron sus armas, calibre veintidós; y en el momento en que el muchacho trepaba por el muro del fondo, sintió una quemazón que le destrozaba las entrañas. Su delgado cuerpo se desplomó en el piso de cemento: sus ojos, duros, quedaron en parte tapados por su larga cabellera enrulada.

A unos pasos, a la derecha, la puerta de una casa de material resquebrajada se abría lentamente. Por allí se asomaba una cabellera pelirroja, que el más joven de los hombres alcanzó a ver.

-Miren, hay alguien adentro.

El canoso le pegó una patada al cadáver:

-Ahí están tus treinta mil; para que sepas que conmigo nadie juega, pibe. Apenas podía abrir los párpados por causa de la lluvia -¡Sáquenla!, debe ser la hermanita.

Los otros dos hombres entraron a la casa; y, a los pocos segundos, la trajeron agarrada de los cabellos.

-¡Por favor, no me maten! ¿Yo no tengo nada que ver con ustedes! ¿Qué quieren de mí?

Ante el llanto suplicante de la muchacha, la tiraron al piso y le dispararon: los tres tiros le dieron en el brazo izquierdo. Mientras los hombres estaban ya en la calle frontal, la mujer se levantó y empezó a caminar tambaleándose, hasta llegar al portón. Lo abría cuando recibió una
ráfaga de plomo que le hizo temblar todo su cuerpo.

Dentro de la vivienda, un niño de tres años, y cabellos enrulados, dormía. Unos minutos después, se levantó de la cama y, sin abrir los ojos, salió a la calle y caminó hasta la esquina. Se sentó en la banquina. Su madre, la joven pelirroja, sabía que el niño padecía de sonambulismo pero ni los médicos habían podido determinar la causa.

Una camioneta, de chapa azul reluciente, se paró frente al pequeño. En ella iba una pareja de ancianos.

-Marta, ¿estás viendo lo mismo que yo? Se acomodó los anteojos.

-No lo puedo creer... -Puso ambas manos sobre sus labios- Pero, ¿qué padres abandonan así a sus hijos?. Y a estas horas.

- ¿Y qué querés? Es Villa C..., un barrio como este.

-Vamos a llevarlo, viejo. Nuestra hija murió tan joven: necesitamos un nieto a quien criar, lejos, en el sur. Miralo, es tan chiquito.

En los días siguientes nadie supo de los dos jóvenes asesinados: no hubo preguntas ni respuestas. Los cuerpos habían desaparecido del patio, y la sangre borrada por la lluvia.

El sol de febrero le dio de lleno en sus ojos negros.

-Pero, ¿qué hacés ma? No corras las cortinas que todavía tengo sueño.

-Ya son las ocho de la mañana. Acordate que hoy es tu primer día de clases en la facultad.

La abultada figura se retiró de la ventana: agarró su bastón y caminó hasta un sillón, ubicado en un rincón de la amplia habitación. Se sentó allí - Lo que pasa es que, seguramente, tuviste otra recaída de sonambulismo ¿Tomaste anoche las gotitas del medicamento?-

-Sí, Ma. Se tapó la cara con la almohada-.

Parece que me voy a tener que levantar.

-Nos vinimos a vivir a Buenos Aires para que pudieras estudiar, ser médico, como tu padre.

Eran las 9.45. El joven caminaba rápidamente: llevaba una camisa blanca, que contrastaba con su piel, y un pantalón de jean. Justo en la esquina de calle Corrientes, al mil trescientos, chocó con un hombre moreno y de enrulados cabellos blancos; quizás cincuenta años mayor que él.

Un pequeño recipiente de plástico rodó en la vereda: “Disculpe, señor, no lo vi”, dijo el joven mientras levantaba el frasco: “Es mi medicamento. ¿Puede creer que sufro de sonambulismo? El anciano quedó rígido, con los ojos muy abiertos y, antes de que de que pudiera responder;
el muchacho ya se había perdido entre los transeúntes de la cuadra siguiente.

Pensó algunos segundos; amagó con sacar su revólver, pero se detuvo. Se colocó su sombrero, y prosiguió su camino, rengueando.

(*) Seudónimo